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La leyenda del Lapacho Misionero

MARCELO HORACIO DACHER
Obra ganadora del 1° Premio en el certamen “La Leyenda del Lapacho Misionero”

Se cuenta que hace mucho tiempo atrás, Ñanamdú, el dios supremo de los guaraníes, mandó a llamar a cada uno de los seres vivos que había creado, para comunicarles una importante noticia: su única hija iba a casarse y quería ofrecerle una fiesta acorde a la importancia de tal evento. Todos temían a Ñamandú, porque era considerado la primera divinidad del pueblo guaraní y que por ser invisible, omnipresente y omnipotente, no había nada que pudiera escapar a su atenta mirada. Habitaba desde el principio de los tiempos en Yvága, su morada eterna, desde donde velaba por toda la creación.
Las invitaciones para las deidades más importantes, fueron repartidas por Mainumbí (picaflor), que gracias a su destreza para el vuelo, comunicó velozmente la noticia en todos los rincones del universo guaraní.
La celebración de la boda se realizaría en la “Tierra sin mal” a finales del invierno. Durante los meses previos al evento, todas las criaturas de Ñamandú se prepararon con sus mejores atavíos para la ceremonia. Panambí (mariposa) presumía de su porte y elegancia, mientras que Irupé y Mburucuyá hacían gala de los pétalos aterciopelados de su vestuario.
Mientras los más vanidosos estaban preocupados por sus ropajes, aquellos que querían ganarse el favor de Ñamandú, prefirieron concentrarse en los regalos que les ofrecerían a los flamantes consortes. Así, la Caa Yarí (Yerba Mate) ofrendó sus hojas para que nunca les falte algo delicioso para compartir, mientras que un inquieto Teyú (lagarto) ofreció su cueva para que pasaran la luna de miel.
La ceremonia religiosa se realizaría al anochecer en la cima de un cerro, a la vera del serpenteante Río Uruguay (Río de los pájaros).
El gran día había llegado y todo estaba listo. Una gran orquesta interpretaba una melodía jamás escuchada, que logró emocionar a los invitados. En la primera fila se ubicaron los “vientos” que al son de los mimby’i (flautín) y de los mimby pukú (flauta larga) marcaron los primeros acordes. Por detrás de ellos estaban las “cuerdas”, que al rasguido de un mba’e pu (cosa que suena – guitarra) y un ravé (violín) le daban cierto toque místico a la ejecución. Por los costados y de pie, se divisaba a los “percusionistas” que marcaban el ritmo al son de los takuá pu (tacuara que suena) y mbaraká mirí (maraca pequeña). Mientras la música sonaba, desde las entrañas de la selva se elevaban al firmamento, las voces de un gran coro formado por miles de niños guaraníes que tarareaban la marcha nupcial.
Chipa, sopa paraguaya, mbeyú, vorí vorí, y mandioca frita se ofrecían a los hambrientos comensales, que regaban tanta ingesta con buenas dosis mate o tereré.
Una gran alfombra vegetal bordada con lianas, conducía a un imponente altar adornado con palmas y frutos silvestres. Jasy (la luna) alumbraba la noche, para delicia de los enamorados. Los anillos nupciales estaban hechos de isipó trenzado y eran llevados en una canastita de mimbre por el Yasí Yateré, que fue el único a quien pudieron adiestrar a tales efectos, ya que los modales del Pombero, el Lobizón y el Curupí fueron ampliamente cuestionados por los más pacatos.
Ñamandú que oficiaría la ceremonia ya estaba impaciente, porque el novio aguardaba al pie del altar y la novia aún no llegaba. Lo que todos ignoraban, era que Añá (El Mal), en un ataque de envidia y de celos por tanta felicidad ajena, había robado el vestido de la joven doncella, dejándola además desnuda, enferma y al borde de la muerte.
Rápidamente los invitados advirtieron lo que estaba pasando y comenzaron a murmurar, vociferando en contra del anfitrión y su fallida celebración.
Ñamandú se sintió humillado y sus ojos se llenaron de furia, porque nadie de los presentes se había ofrecido ni siquiera a ayudarlo. Todos estaban más preocupados por sus vestidos, regalos y apariencias, que por la gravedad de lo que estaba sucediendo. Entonces Ñanamndú echó a todos los invitados, decepcionado porque ninguna de sus criaturas se había solidarizado con lo que le pasaba a su hija.
Cuando levantó la vista, advirtió a lo lejos que solo quedaba “Tajy” (el lapacho) que por temor a su creador trataba de ocultarse de su colérica mirada. Ñamandú, le preguntó por qué se escondía, ante lo que Tajy respondió:

– Es que tengo vergüenza, porque vine a esta celebración sin haber conseguido algún regalo que esté a tu altura. Pero enterado de lo que pasó con tu amada hija, te ofrezco humildemente todo lo que soy y tengo. Te ruego que hagas con mis flores rosadas, un nuevo y hermoso vestido para que tu descendencia sea recordada como la novia más bella que jamás existió en el universo. Con mi corteza, prepárale una infusión que le quitará la fiebre y la sanará por completo de su enfermedad. Y finalmente, con mi tronco de madera dura, constrúyele una casa en la que pueda habitar con su esposo para siempre.


Ñamandú, se conmovió por la entrega total de Tajy, e hizo tal cual él lo había pedido. Cuando terminó su tarea, su hija ya estaba curada gracias a su té sanador y vestía un tipoy (vestido guaraní) rosado cuya confección nunca había sido vista antes. Junto a su marido vivieron felices por siempre, en una vivienda fabricada con tablones de Tajy, que por haberlo dado todo, había dejado de existir.
Como muestra de gratitud ante tanto despojo, Ñamandú decidió hacer inmortal a Tajy, sembrando sus semillas en todos los lugares en los que vivía el pueblo guaraní. Y para destacarlo por sobre los otros seres que había creado, hizo que su copa se elevara hacia los cielos, tiñendo de rosado toda la selva al final de cada invierno, como emotivo recordatorio, de la época en la que su hija volvió a vivir.