Por Bernardo Ortíz Mattoso
El viejo había padecido una larga enfermedad que lo dejó con las defensas muy bajas. Cuando al fin pudo vencerla, llegó el corona virus. Sabiendo que estaba en el famoso “grupo de riesgo” y sin obsesionarse, respetaba el protocolo sanitario, usando el barbijo correctamente, saliendo únicamente para hacer las compras, evitaba las aglomeraciones y cumplía con el distanciamiento social, higienizándose las manos de manera constante con alcohol y jabón.
Sus hijos por el contrario, decían que ese virus no existe, que era una manipulación de los gobiernos, que la enfermedad está en la mente y se enferma el que quiere. Por ende, seguían haciendo una vida normal, incluso recibiendo visitas foráneas.
El viejo escuchaba todo esto con mucha tristeza, pues ese virus “inexistente”, ya se había cobrado la vida de algunos amigos y de otras personas por él apreciadas.
Hasta que un día sucedió lo inevitable. Uno de sus hijos llegó a visitarlo y lo saludó con un abrazo como era su costumbre. En ese preciso instante sintió un extraño estremecimiento e inmediatamente supo que estaba condenado.
Internado en terapia intensiva con respirador, se dio cuenta que su partida era inminente y antes de su última exhalación, perdonó a su familia por no haberlo cuidado.
“El viejo se murió porque él quiso, ese virus no existe”, siguieron diciendo sus hijos.