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Una fruta a la mano

Germán E. Wilcoms – Leandro N. Alem

La luna es una moneda en la cúpula de la medianoche. Dentro de la
casa hace calor y el matrimonio duerme con pesadez. La cuna, junto al lecho, da hacia la ventana para recibir el fresco. La Bestia irrumpe en el dormitorio como una oscura exhalación, aterrizando en el piso de tablas con agilidad antinatural.
La negrura de dos metros se eriza en la habitación como una torre
siniestra. Parece un perrazo de pelo hirsuto y garras con dedos como tacuaras germinado en el Infierno. Toma al bebé de once kilos como quien se sirve una fruta. El pequeño cruje como una nuez bajo la presión de sus garras y, tal como había entrado, la Bestia abandona la habitación en un vértigo.
*
El horror duró un año exactamente. Comenzó con el bebé de los
Márquez. Muchos en la Colonia sopesaron la posibilidad de mal vender sus
chacras y buscar suerte en el pueblo. Algunos lo hicieron.
De los ataques no hubo más testigos que las víctimas y la escena
misma. Se especuló mucho sobre las motivaciones y naturaleza del
responsable. Venta de niños, tráfico de órganos, ajuste de deudas, celos,
locura… Las justificaciones se hilvanan hacia el sinsentido o la lógica
abstracta. Incluso la posibilidad de que un ser humano fuera responsable de los horrendos ataques peca de inadmisible.
A Rolo, el dueño del almacén, le arrancaron la panza; lo encontraron
un domingo a la mañana sobre la horqueta de un eucalipto altísimo. Javier, el mecánico, fue encontrado en tres lugares diferentes; la cabeza dentro de
un latón de aceite en su taller, parte del torso en el mandiocal de los González y la mano izquierda cerca de la iglesia (la recogió un chico que confundió el miembro con un guante perdido). La maestra nueva que dormía en una de las aulas de la escuela desapareció; lo mismo Batista, maquinista de la municipalidad. Al borracho Dionisio lo encontraron tan destrozado en el monte que la idea de que un yaguareté podría haberlo atacado tuvo que descartarse por inverosímil. Entonces, ¿qué?
La respuesta es obvia ahora. La Bestia recibió varios nombres a través
del tiempo dependiendo del territorio en el que se desplazara. Loup-garou en Francia, Varkolak en Bulgaria, Weerwolf en Holanda, Kurt Adam en
Turquía, Lobishome en Galicia… Acá Lobizón. Cuando la gente se percató
de que la luna llena era un parámetro común en cada ataque, sumado al horror presente en cada uno, el nombre surgió en la mente de los pobladores como una epifanía infernal. Curiosamente, la revelación coincidió con el fin de sus irrupciones.
Las últimas víctimas fueron los Bachmann.

*
Un disco de plata clarea la noche. La Bestia se revuelca en la mierda
fresca de las gallinas, que cacarean histéricas de pavor. La rara costumbre de este demonio acusa su presencia. Los perros tironean de sus cadenas
vociferando espumarajos al corral de tablas mientras, en el rancho, los viejos ensamblan sus manos bajo las colchas y mastican un rezo estremecido.
Habían temido que este momento les llegaría.

Viejo, soltá a los perros-, musita la anciana, deshaciéndose de la mano
temblorosa de su esposo y rehuyéndole la mirada, en un intento por no
multiplicar en el otro el terror compartido. ¿Estás mal, vos?-, farfulla el viejo, pálido como una niebla-. Ya se va a ir￾asegura (es un ruego).
En ese momento el gallinero queda en silencio. Los perros también
enmudecen. La Bestia ha terminado de obsequiarse con la mierda de las
gallinas. El viento ulula con fuerza entre los pinos y la pareja se abraza en
un acto de conservación reflejo.
-Casimiro-, susurra la anciana soltando el abrazo y señalando al ropero de
cedro, -agarrá la escopeta y andá a ver-. Su voz es una súplica. Casimiro
asiente. Sabe que va él o Aquello viene, no hay otra.
Se levanta de la cama con pausada resolución. Su transpiración es fría,
pero domina el miedo. Toma la potente Winchester de caño doble de encima del mueble. Ya está cargada. Vos quedate acá, Catalina; no te vayas a levantar, ¿estamos?-, le ordena con rígida afección a su vieja compañera, tan presa del espanto como él mismo, mientras martillea el arma sonoramente, GLICK.
Los animales reanudan su batifondo. Aquello sale del gallinero.
Casimiro entorna la puerta del rancho. Esta chirrea en sus goznes
desaceitados, CHUUUUUIIIICCC. Injuria entre dientes el ruido que lo
evidencia y maldice con un puño a la luna blanca en su ciclo de muerte.
Chistea a los perros, que no le hacen caso, y sale al patio con cautela y la
escopeta presta. Insiste en calmar a los mastines y estos en ignorarlo.

Dentro, Catalina retoma la cadencia del rezo mientras estruja la colcha
entre sus manos. Ruega por el fin del pavor intolerable cuando, de repente,
oye un PUMM. El estallido del potente disparo de la Winchester.
La detonación exacerba el frenesí de los canes, que enloquecen y
rompen sus cadenas. Salen disparados hacia la Bestia en la penumbra
lechosa. En un instante Casimiro ya no es más que un despojo en las fauces
sangrantes de la Bestia. Los perros la interpelan, en defensa postrera de su
amo con toda la fiereza de su instinto y ésta les desgaja la vida de un zarpazo feroz.
Catalina, dentro del rancho, implora el segundo disparo. Comprende
que éste no llegará cuando el ladrido de sus perros se corta de repente como con un hachazo.
Se oye con fuerza creciente el gemido del viento entre los negros
pinos. La anciana ansía volver al refugio de sus plegarias cuando el
CHUUUIIICCCCCC de la puerta entumece su aliento. Apenas alcanza a ver
que, con agilidad antinatural, la negrura de dos metros se eriza en su
habitación como una torre siniestra. El demonio de pelo hirsuto y garras con dedos como tacuaras la observa un momento como quien tiene una fruta a la mano.